POR GIBARA

Dedicado al Festival Internacional de Cine de Gibara para celebrar, junto a ustedes, este fin de fiesta de la edición 15.

Recuerdo un retrato que había colgado en el comedor de mi casona de 48, frente al parque Japonés en La Habana. Una foto de aquellas que se hacían posando en un estudio de fotografía. La foto de una mulata que por abuela materna tenía y no conocí, porque murió cuando mi madre aún era pequeña.

Distinguía su estilo típico de los años treinta, que conjuntando un impoluto vestido de lino blanco, medias blancas y zapatos de dos tonos, marcaba la identidad cubana de la época. Marcaba su elegancia, marcaba su delicadeza. Su singular humildad y nobleza traspasaba la imagen. Pero algo muy peculiar me sucedía. Cierta tristeza perpetua en su rostro, provocaban en mis 4, 5 y 6 años de edad, un llanto desconsolado cuando a escondidas, fijamente la contemplaba . Un día, mami me vio llorando y tuve que decirle lo que me pasaba, lo que yo sentía. Su mamá me daba lástima, me daba, muchísima pena.

A partir de ese momento nunca más volví a ver aquella foto de Chapman mi abuela Inés, en las paredes de mi casa.

Pasado unos años, finales de los 80, y antes de emprender mi carrera artística profesional, estuve trabajando en Ceprona, empresa cabecera de la Unión de Astilleros donde, con cierta frecuencia, viajábamos por los astilleros de toda la isla. En uno de esos viajes terminamos en el de Gibara.

Mágico, pintoresco, humilde y hospitalario pueblito de la costa norte del oriente de Cuba, llamado Gibara. Un lugar que impregna en los poros y traspasa las pieles. Sólo estuve un día y medio, suficiente para que mis sentimientos estremecieran de nostalgia, de pena, de lágrimas. Algo me oprimía el pecho. A penas soportaba la mirada gentil y honesta de sus gentes. Desmedida generosidad a la que no estamos acostumbrados. Una bondad a extremos en todos y cada uno de los sitios, como fue, por el simple hecho de que éramos de fuera, hacernos pasar por encima de una cola en la única pizzería que había en aquel momento en el pueblo. Y no me refiero a las atenciones de funcionarios o dirigentes, sino a quienes esperaban pacientemente su turno para comer. Genuino signo de gratitud por visitarlos. Demasiadas sensaciones para tan pocas horas de estancia en Gibara. Yo no soportaba más aquella pena que estaba sintiendo, me ahogaba. Hasta llegué a balbucear las palabras con mis compañeros al expresarle lo que estaba experimentando. Quería irme ya de Gibara, pero a la vez, quería quedarme en Gibara.

De regreso a mi casa, le comenté a mami todos los sitios que visitamos. Habitualmente lo hacíamos. Hablábamos de todo siempre y mucho. Ella era, es, mi gran amiga aunque se haya marchado. Por supuesto que le hice especial hincapié en el pueblo de Gibara. Tal como les he contado.

Mientras mi mamá me escuchaba, me regalaba una sutil y amorosa sonrisa en sus labios. Hasta irrumpir su silencio con ese tono dulce y locuaz a la vez, que tienen las madres con sus hijos y sus hijas, para decirme, mirándome fijamente esta vez, ella a mí:

-Ay Inés María..., es que mamá, era de Gibara.

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